Briamel González Zambrano
Cuando la parca se lleva a un familiar y se está lejos, el sentimiento es confuso. Hay dolor, claro. El estómago se estruja, pero tú no estás. No lo vives. No acudes al sepelio. Recibes la noticia por teléfono y te quedas en blanco. Luego rememoras todo lo que viviste junto a ese pariente. Ves fotos, quizá. La garganta se te anuda. Piensas en la última vez que estuvieron juntos. En aquel abrazo antes de que te fueras al aeropuerto… En ese: «Dios te bendiga, mi linda. Llamas al llegar, ¿oíste?».
El cerebro actúa, a veces, de forma extraña (al menos el mío, que está muy maltratadito por tanto chocolate). Para una parte del istmo del encéfalo, el familiar fallecido sigue vivo. Te olvidas de que ya no está, a lo mejor por el hecho de no haber acudido a las exequias. Piensas en llamarle por teléfono o ves en las tiendas cosas para regalarle. Microsegundos después te viene el recuerdo de que ha partido. Te dices: «Bueno, chama, no estabas. Es válido que la memoria ahogue ese episodio».
En el último año se han ido mi abuela y dos tías adoradas. Menos mal que cuando vivían les escribí muchas cartas y las leyeron con alegría. Y las llamaba por teléfono y reían. Las tres me preguntaban siempre: “¿Hace frío ahora? Abrígate bien. ¿Estás comiendo como Dios manda? No vayas a adelgazar mucho que te pones fea”. Esa demostración de amor que es preguntar siempre si has comido …
Un amigo escritor me dijo que estas muertes solo se asumen cuando se va a Venezuela y se comprueba que sus habitaciones están vacías, que hay fotografías suyas con marcos que parecen mortajas, que en el camposanto hay lápidas con sus nombres.
En todo caso, estar lejos no hace que el dolor sea menos insondable. La distancia se convierte en un abismo profundo. El Atlántico parece más grande. Te quedas llorando algo que no ves y a alguien que tampoco volverás a ver y que sigue profundamente dentro de tus pensamientos.