Cuando vivía en Venezuela ninguna monarquía me interesaba en lo más mínimo. Era una gente que salía en la revista Hola y que yo leía en la peluquería ( y de paso, voy poquísimo a esos recintos). Desde que vivo aquí no es que me he vuelto una experta, pero sé mucho más de sus vidas. En estos años han explotado casi todos los escándalos posibles de la familia real española. Eso ha estremecido a la corona y a los ciudadanos, que han puesto de manifiesto su enojo ante tanto elefante muerto en África, tanta amante suelta por ahí y sobre todo ante la corrupción del caso Undargarín.
La abdicación del rey Juan Carlos esta semana implica cambios, una generación diferente en un momento bastante complicado para el país. Millones de análisis salen a cada rato en todos los medios y seguirán ad infinitum hasta que Felipe VI tenga nietos, más o menos.
El hecho es que me pongo a pensar en las conversas de mis tías en Venezuela sobre reyes y princesas como si fueran primos y amigos suyos. Una gran amiga argentina hablaba de La Máxima, la de Holanda, que es coterránea suya. Aquí dicen Felipe y La Leti (supongo que eso cambiará con el nuevo estatus). La madre de una amiga le pide que cuando vaya a Venezuela le lleve ediciones de Hola, sin importar la fecha. Es solo para divertirse viendo a los principitos de toda Europa.
Pareciera que no interesan las funciones de los de sangre azul, ni lo que se supone que deben hacer por sus países. Importa con quién se casan, qué vestido usan y si repiten alguna prenda, el peinado apropiado y así. Bueno, esto último está cambiando para mejor, para pedirles más transparencia y trabajo. Sin embargo, por allá en 1997, cuando falleció la princesa Diana, recuerdo al quiosquero de mi vecindario diciendo, no sin rencor y dolor : “Chico, se viene a morir esta mujer que era más buena que un pan, que ayudaba a los pobres de todo el mundo. En cambio las PUTAS de Mónaco que se acuestan con el guardaespalda, con el vecino y que son putísimas, ahí están vivitas”. ¡Plop!