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Adiós al tío Zam

Briamel González Zambrano

En la librería “La Guaricha” se vendían sopas de letras, crucigramas, muñecas de trapo, variados juguetes de plástico, bisutería, material escolar, novelas y periódicos. Detrás del mostrador estuvo por varias décadas su dueño, mi tío Hildebrando Zambrano. Nadie lo conoce por ese nombre tan antiguo, formal y de calendario. En todo San Antonio de Capayacuar (estado Monagas) le dicen “el maestro Zambrano”, porque durante muchos años fue docente de la escuela de pueblo, donde empezó trabajando como bedel.  

En mi familia ha sido venerado como ejemplo de esfuerzo, trabajo y dignidad. Se encargó de su madre y de sus cinco hermanos pequeños, cuando el padre irresponsable se fue “a por tabaco”, como se dice en España. Se casó con mi tía Hortensia y tuvo seis hijos, mis divertidos y queridos primos. También siguió siendo pilar de las decenas de nietos y bisnietos. Para todos ellos es “Papá Zambrano”.

Mis vacaciones decembrinas del colegio solía pasarlas en medio de la Zambranera. Me metía en la librería a verlo hablar con los clientes. Su voz carrasposa y pausada explicaba los titulares de los periódicos: “Hoy en ‘El Sol’ dicen que el gobernador y que va a venir por esta zona. Vamos a ver si es verdad”, “Navegantes del Magallanes tiene los puntos para ser campeón otra vez”.  Los clientes lo escuchaban como si él fuese el narrador del telediario y yo me quedaba asombrada porque me parecía que era dueño de una sabiduría infinita. Yo estaba ahí dándole a mi plastilina, pero escuchándolo todo. Al final, uno es reportero o cotilla desde pequeño (como lo quieran ver, jaja). Me deleitaba el olor a tinta sobre el papel de los diarios, el mismo que me acompañaría tantos años después como parte de mi trabajo. Veía a mi tío cómo sacaba las cuentas mentalmente y daba el vuelto a los compradores. Yo observaba además la cajita de metal azul donde estaban todas las monedas de cinco y los billetes verdes con la cara bigotuda de José Antonio Páez. Era para mí como los baúles de tesoros que veía en los dibujos animados.

Una vez, ya más grande, mi tío me dijo que se iba a desayunar y que me encargara diez minutos de la librería. Me comentó los precios de cada cosa, me dio la calculadora y aquella caja que ya estaba escarapelada. Como era temprano, todo el que entraba quería sus periódicos. “Deme un Sol y un Nacional”, “Un Sol y un Tiempo, por favor”. “Un Sol y un Meridiano”, así hacía la gente sus pedidos y yo iba repartiendo, cobrando y dando las vueltas. Hasta que llegó un señor mayor y me preguntó que quién era yo: “zapatero a su zapato. Llámeme al maestro Zambrano. Él es quien me vende a mí las noticias”. Me sentó muy mal ese comentario. Le respondí que yo le podía vender lo que necesitara. El hombre respondió: “yo lo espero aquí a que termine. A mí me atiende el dueño”. En efecto, se quedó ahí con su cara de antipático, mientras yo contaba monedas y atendía a los demás. Volvió mi tío. Atendió al señor. Me dijo: “viejo sin manías, no es viejo. Tú tranquila, mija. Hay que saber llevar a los clientes”.

Muchos años después, trabajaba yo en el diario El Tiempo. Estaba en la redacción y me dijeron que en el departamento de distribución preguntaban por mí: “soy el distribuidor del periódico en Monagas. El maestro Zambrano me dijo que si venía por aquí preguntara por su sobrina. Que mi abuelo se negó a que usted le vendiera las noticias y ahora usted es quien las escribe”. Los dos reímos y le tuve que contar la historia con detalles.

A sus casi noventa años, mi tío Zambrano se ha ido ayer de este mundo, dejando un familión de duelo en distintas sitios del planeta y a mi madre como la única superviviente de sus hermanos. Yo recordé esta historia, y muchas otras. Doy gracias porque fue para mí lo más cercano a la figura de un abuelo. En la Nochevieja recordaré cómo siempre cada treinta y uno de diciembre ponía en un LP el poema “Las uvas del tiempo” para recordar a mi abuela, su madre. Le decíamos que era pavosísimo ese poema, que qué fastidio. Hasta que me enteré de que Andrés Eloy Blanco lo escribió en Madrid, pasando unas fiestas lejos de los suyos y dijo:

“Madre, esta noche se nos muere un año

En esta ciudad tan grande, todos están de fiesta;

Zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!;

Claro, como todos tienen a su madre cerca;

Yo estoy tan solo madre,

tan solo, pero miento que ojalá lo estuviera;

estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año pasado

que se queda”.

Adiós tío Zam.  

Mi tío Zam ordenando los periódicos en su estantería

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A lo mejor no hay un después

In memoriam a W.R.H

Briamel González Zambrano

Hace una semana murió un querido amigo a causa del Covid-19 en Venezuela. Solo pasaron cinco días entre que se sintió mal y el día de su fallecimiento. A sus afectos la noticia nos atravesó como un explosivo a un cristal. Por lo rápido, por lo increíble que resulta que le ocurriera algo así a alguien tan joven, con tantos planes. A pesar de que le ha pasado a más de dos millones de personas en el mundo y lo he visto en el telediario, si te pasa tan cerca te parece inverosímil.

Como es natural, en estos siete días he pensado mucho. He repasado los momentos vividos en grupo. He visto fotografías. He hablado con amigos en común. Entre sollozos, audios de Whatsapp a deshoras y llanto ha habido un mensaje persistente: “No dejemos las cosas para después”.  Porque claro, hay quien deja para luego los mensajes, las llamadas, los correos electrónicos, los detalles. El tiempo apremia. No llegamos a todo y pasan cosas como esta. El virus mata a alguien en un pestañear y te quedas con los mails en la bandeja de borradores, con el tarugo en la garganta pensando que no encontraste el momento tan siquiera para preguntar qué tal iban las cosas.

A mi amigo le encantaba este blog. Siempre me decía que leerlo era como sentarse a tomar un café conmigo, que era como escucharme y que no importaba cuánto tiempo tuviéramos sin vernos. Si leía un post, sentía que habíamos conversado. Revisaba todas las entradas y me las comentaba. Yo me sentía halagada y contenta con esas conversaciones. A veces solo me daba tiempo de responderle: “Gracias por leer, gordo querido”. Ahora mismo me regocija pensar mucho en esas charlas y en lo que nos reíamos.

A ti,lector invisible,te invito a que revises si tienes mensajes en la bandeja de borradores, si tienes algo que decir a alguien querido o si tienes esa llamada pendiente. No te pido que te vuelvas una bola efervescente de amor, sino que saldes tus comunicaciones afectivas, que digas los te quiero que te quedan, los abrazos (virtuales, ya lo sé) y los cómo estás. La pandemia nos ha demostrado que a veces no hay un después y que la onda expansiva del explosivo te puede alcanzar a ti.

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Mis primeros 10 años en España

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Briamel González Zambrano

Hoy es mi décimo Madriversario. Cumplo diez años viviendo en Madrid. Llegué a esta ciudad en un vuelo de Air Europa en diciembre de 2009. Traje mis dos maletas y mis diez kilogramos de equipaje de mano, además de mi viejo ordenador. Me dejó en  Maiquetía un gran amigo. Ya de mi familia me había despedido en el aeropuerto de Puerto Ordaz, aunque en Caracas estaba mi vida, mis amigos, mi hermana, mi trabajo y mis bártulos.

En Madrid me esperaba mi primer invierno, mis amigos de la universidad que ya vivían aquí y mi nueva vida de estudiante de máster de Periodismo. En Cádiz estaban mi hermana, mi cuñado y mis sobrinos. Hubo tantas primeras veces durante aquellos meses que hoy me sacan una sonrisa. Primeras botas, primer abrigo, primeros días de clases en la universidad, primera nevada, primer contacto con la política española, primeros viajes a la sierra madrileña y tanta expectativa como cabía en mi imaginación.

Pasado este tiempo (que no sé si es mucho o muy poco, pero es el que llevo) lo que puedo decir es ha sido de aprendizaje y transformación. Personal, profesional, espiritual. Todos los aspectos de la vida se trastocan viviendo lejos de tu entorno. Eso no es una decisión. Es un hecho. Desde el principio, y pasada una década, lo que hago es agradecer por esta oportunidad, este viaje y la dicha de vivir en este país que tantas cosas me ha dado, incluso en estos años en los que ha pasado por crisis muy profundas.

Podría hablar con la Briamel de 2009 que estaba a punto de abordar aquel avión. Decirle que aprenderá mucho, que sus neuronas se moverán, que vivirá intensamente, que viajará, que adelgazará mucho y luego engordará, que se enamorará y que construirá una nueva historia. Podría decirlo todo eso, pero ella ya había decidido vivir todo lo que le tocara y lo haría, en efecto, con ilusión.

En un punto de este camino de diez años, por allá en 2013, decidí escribir este blog para contar mi experiencia migratoria, lo que pensaba de este país y del mío, el que dejé a 7 mil kilómetros con un mar de por medio. Justo este año es cuando menos he escrito en La Rorra en el teclado, aunque he publicado mucho en la cuenta de Instagram.

Aprovecho mi décimo Madriversario para presentaros en nuevo logo del blog (ver arriba) que me ha diseñado un profesional con mucho cariño, contaros que nos hemos mudado aquí a wordpress y que hay planes muy bonitos para 2020 que os iré contando. Son planes de esos que se escriben en la lista de deseos y que pienso cumplir.

GRACIAS enormes a quienes se han pasado por estas líneas y que han sido  más de 130 mil, según las estadísticas.

GRACIAS a todos los que me han apoyado en esta década. Han sido tantos, desde mis amados amigos (en Venezuela, en España y en el mundo) , mi familia, mi amor y los nuevos amigos hechos en este camino.

GRACIAS a España

GRACIAS a Venezuela.

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Aquí en una de mis primeras clases del máster en Madrid. Jugando a hacer un telediario. 

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Esta imagen me la tomó la fotógrafa Génesis Rojas en Madrid Río el verano pasado
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Un lugar reconocible

Briamel González Zambrano

Salí esta semana con una pareja de amigos y ella me decía que lleva siete años en España y nunca ha vuelto a Venezuela. Que echa de menos muchas cosas y que iría mañana de visita si las circunstancias se lo permitieran. Su marido, en cambio, negaba con la cabeza y dijo:

.-¿Cómo vamos a llevar a nuestros hijos para allá? ¿Cómo vamos a pasar nuestras vacaciones en un lugar donde no hay agua, no hay electricidad, no sabes cuánto cuestan las cosas, no hay seguridad ni comida? ¿Cómo vamos a ir a un sitio donde no funciona la sanidad? Un lugar de donde la gente sale caminando por la frontera porque no aguanta más. Hay que dar margen para que todo mejore un poco y entonces vamos.

Ella respondió:

.-Se nos van pasando los años dando ese margen y yo lo que quiero es abrazar a mis padres y a mis hermanos.

Yo, que estoy de acuerdo con el marido, me quedé conmovida. Estuve pensando en toda la gente que vive esa saudade perenne, esas ganas de abrazo apretado, ese duelo de no entender del todo qué hace tan lejos de su casa,cuando allí están sus familiares más queridos y su corazón sigue latiendo a la mitad.

En breve cumpliré cuatro años sin ir al país. En este tiempo han pasado tantas cosas que creo que si fuera hoy una buena parte me resultaría desconocida, como un tío muy querido al que llevas años sin ver y te sorprenden los cambios que la edad ha hecho en su físico. No entiendo la moneda, ni he visto nunca los billetes nuevos, no sé cuánto valen las cosas, no he visto en directo las colas para la gasolina, la delgadez de todo el mundo, las yincanas para comprar comida o medicamentos, la falta de suministro eléctrico. «Aunque lo veas en las noticias, una cosa es leerlo y otra vivirlo», me repite mi madre.

Otra amiga fue en marzo a Caracas en medio de los apagones y volvió tan espantada que dice que no regresará jamás, que no comprende la ciudad (como si alguien la comprendiese), que no entiende el funcionamiento de nada, que pasó días sin poder salir de casa por la falta de agua y luz.

¿Cuánto nos han desdibujado al terruño a quienes nos fuimos y a quienes siguen allí? ¿Cuánto lo han destruido? Me da por voltear las preguntar y pensar: ¿Qué aspectos de la vida no ha tocado la demolición nacional? La respuesta sale sola aunque no aplique para todos: A los afectos más profundos. Ese es el lugar reconocible, fulgurante, espacioso, inmenso.  Por ellos, hay quien siempre tiene ganas de volver de visita sin importar las penurias. Esa es la fuerza más poderosa, la del amor.

 

 

Texto recomendado:

El Apagón, un podcast de Radio Ambulante.

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"La hija de la española" , una muestra del país como perenne demolición

Briamel González Zambrano

A Karina Sainz Borgo la conozco, podría decirse, que de vidas pasadas. Las dos fuimos pasantes (becarias) en la revista “Primicia”. Ella, cómo no, en la sección de Cultura y yo en la de Política. Ni la revista existe, ni el diario en papel que da nombre a la compañía que la editaba: “El Nacional”, ni la sede es la misma. “Primicia” estaba ubicada entre Puerto Escondido y  la avenida Baralt. Una zona horrenda, sucia y maloliente del centro de Caracas. Muy cerca del “Urdaneta”, el único cine porno de la ciudad, de un prostíbulo y de un sitio espantoso de comida casera al que le decían “El Mosquero”.

Un día en mi casa de Puerto Ordaz descubrí que había libros de Carlos Sainz Muñoz, el padre de Karina, debido a que el mío compartía con él la especialidad: “El Derecho Laboral”. Aquello me sacó una sonrisa al pensar en las casualidades de la vida que, por otro parte, no terminarían en esa anécdota. Han pasado más de tres lustros de aquellos inicios en el reporterismo. Desde hace años coincidimos como migrantes venezolanas en Madrid. Nos vemos en las presentaciones de libros de nuestros amigos escritores o poetas venezolanos y cuando nos visita alguna amiga en común. Karina no para de leer y escribir. Por eso no me sorprendí cuando hace un par de meses se anunció que “La hija de la española”, su primera novela, se había vendido a veintidós países y se auguraba un éxito editorial imbatible. Poco después de esa noticia nos vimos en la presentación de la reedición de “Blue Label” de Eduardo Sánchez Rugeles. La felicité y ella sonrió, pero me advirtió: “Vamos a ver cómo le va”. Me lo dijo con la sincera convicción de quién no cree en triunfos anticipados por titulares. Me lo dijo cauta, poniendo su manita abierta en señal de “Ya va, esperemos”.

A pesar de su sigilo, yo no tuve dudas. No solo por el talento de Sainz, sino por su perseverancia, su fuerza.  La historia que cuenta “La hija de la española” es venezolana sí, aunque solo aparezca el nombre del país unas pocas veces, pero también es, a su manera, universal. Se respiran Caracas y Ocumare. También aparecen Madrid y Galicia. Adelaida Falcón cuenta la historia de su madre homónima y la suya somo superviviente de un entorno hostil y atroz como el de la Venezuela en protestas, apagones y comandos parapoliciales que asechan a ciudadanos civiles que protestan por un lugar mejor donde vivir. Es en esa lucha intestina y en el escenario complejo y absurdo donde el lector encontrará el espacio para acompañar a Falcón en su travesía y ver cómo desentraña dilemas y toma decisiones.

 Hay personajes que te recuerdan a cualquier amigo que tengas que sea hijo de inmigrantes, al portugués de la panadería, al italiano del taller y al gallego de la tasca. Hay anécdotas íntimas que hacen pensar en la tía solterona y en las miles de madres solteras que criaron solas a varios hijos, a las que nunca se les conoció pareja y de repente te sorprenden con su prole. Hay pasajes que te llevan a aquellas calles caraqueñas fétidas donde vimos sangre, muerte y oscuridad. Donde todo se torció, donde el gas lacrimógeno desdibujó todo y nos hizo picar los ojos y la garganta. Hay escenas donde ves retratadas a Lina Ron y a Iris Varela. No importa si no sabes quiénes son ellas, las de la vida real. Las que pinta Karina son igual de espantosas y violentas. Sainz dibuja la desolladura que es el país, la herida, la cicatriz y también la idea del crimen, el latrocinio y la demolición, como eslogan constante de una pesadilla que tiene a una nación secuestrada y sin poder pagar aún su rescate, sin conseguir su liberación.

Cuando empecé a leer la novela se lo comenté por Twitter a su autora. Ella, de nuevo, fue considerada con mi yo lectora. “Si estás bajita de ánimo, ve con cuidado”, me dijo. Así que,  aunque no estaba decaída, le hice caso y alterné la lectura con otros textos. Un par de amigas se la habían leído con fruición y en tan solo dos noches. Yo, a propósito, quise saborearla lentamente. Como si fuera un chocolate caliente. Poco a poco, sorbiendo el dulzor y la amargura.

Me encontré entonces en la novela con este párrafo que compartí en el chat con mis amigos del colegio (el 90% de ellos son hijos de inmigrantes europeos llegados a mi natal Puerto Ordaz entre los años 60 y 70) y debatimos:

“Nací y crecí en un país que recibió a hombres y mujeres de otra tierra. Sastres, panaderos, albañiles, plomeros, tenderos, comerciantes. Españoles, portugueses, italianos y algunos alemanes que fueron a buscar al fin del mundo un sitio donde volver a inventar el hielo. Pero la ciudad comenzó a vaciarse. Los hijos de aquellos inmigrantes, gente que se parecía poco a sus apellidos, emprendían la vuelta para buscar en los países de otros la cepa con la que se construyó la suya. Yo, en cambio, no tenía nada de eso”.

Ese párrafo me representa y a tantos y tantos que sin papeles ni abuelos extranjeros han partido a otro lugar, llevando para siempre y aún sin querer, una cicatriz y una alegría, un estandarte de mar, montañas, sueños y dolor. Una uve y una curita para que no escueza tanto en la distancia. Una esperanza.

Gracias Karina por el chocolate caliente, aunque haya quemado un poco.

 

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El país es

Briamel González Zambrano

El país en un sobresalto. Una taquicardia. Un reflujo que te despierta en la madrugada, te hace tener pesadillas y te da la sensación de que vas a vomitar fuego.

El país es una interrogante. Cuando nos preguntan sobre él no sabemos explicar bien lo que ocurre porque hay que dar contexto histórico, causas, consecuencias, características. Así como nos enseñaron en el colegio.  Describir, pintar y contar un país cuando estás lejos para que tus amigos comprendan la ignominia y el terror. Para que les quede claro que no hay ropaje ideológico que justifique la inseguridad, la violencia, el hambre y la megainflación.

El país es oscuridad. Dejaron al 70% del territorio sin suministro eléctrico, generando caos, angustia, pérdidas y dolor. Soy del estado Bolívar, donde están las centrales hidroeléctricas más potentes y este escenario de tinieblas no nos extraña porque sabemos de la falta de mantenimiento de turbinas, sistemas e infraestructuras. En algunas zonas persisten los apagones y no se augura pronto una solución general. Las consecuencias de las fallas de electricidad están siendo tremendas y devastadoras para todos. Leo que a la gente se le está quebrando la salud, el ánimo y las emociones.

El país es sombra e insomnio. Con la detención de activistas y periodistas acusados en programas de la televisión pública, sin pruebas, sin delito, sin debido proceso y con mucha saña.  Ver la fuerza de portavoces de todo el mundo exigiendo libertad da sosiego. Ver que los dejen libres devuelve el alma al cuerpo.

El país es luz. La contrapartida del corte eléctrico y la ignominia es la esperanza rabiosa de la gente. La ilusión y terquedad furiosa del que sigue allí para ver el final del horror, contarlo y participar en la reconstrucción.  El brillo de venezolanos que tienen proyectos pintados, escritos y en su cabeza para cuando el oprobio se acabe. La fuerza que veo en amigos queridos que saben que hacer refulgir al país decente tomará tiempo, pero no les importa porque quieren hacer  y estar ahí.

El país es resplandor porque en todos los lugares del mundo a donde ha llegado un venezolano se está contando esta historia de infamia que vive Venezuela y a la vez se muestra el tesón de quienes nos hemos ido y trabajamos por integrarnos en nuevas culturas sin olvidar la nuestra.

Me aferro al brillo, a la esperanza. No como un acto de negación del ultraje y la indolencia. Sino como reafirmación de que podremos acabar con eso. El país es eso también. La insistencia en que todo puede ser mejor.

Las centrales hidroeléctricas están ubicadas en el estado Bolívar.

 

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Un contencioso sin resolver

Briamel González Zambrano

En Navidad se suele alborotar la nostalgia (según el diccionario de la Real Academia Española la nostalgia es 1.- La pena de verse ausente de la patria, de los deudos o de los amigos. 2.- Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida).  Entre los adornos, los anuncios publicitarios y que se supone que hay que tener un ánimo determinado porque es una temporada del año para estar feliz. Uno de lo que se acuerda es de que está lejos de los suyos, que atrás quedaron otros tiempos (como es natural, desde luego), que llevas años sin ver a mucha gente que amas, que hay un sol resplandeciente, calor y playa y tú estás lejos de todo aquello. Pero no, yo lucho contra la mentada señora. Recuerdo que mi vida está aquí, mi ahora es aquí y también mi alegría.

Tengo un contencioso con la nostalgia desde hace muchos años. Nos miramos de frente, pero yo la quiero lejos, como si fuera una apestada. Le reviro los ojos. Le cierro las puertas. Ella busca colarse por las ventanas. Se me aparece disfrazada en forma de arepa, en una canción, en un libro, en una hallaca con un lindo poema de mi amiga Adriana Bertorelli, en un pan de jamón y hasta en las respuestas que doy cuando algún amigo español me pregunta algún dato sobre Venezuela (desde cuánto petróleo se produce hasta por qué se han ido millones de personas del país). Yo la vuelvo a ver  y le digo: “Quieta. Atrás, vete lejos y no vuelvas. No echo de menos ni las cuñas de navidad de los viejos canales de televisión, ni Guaco a todas horas, ni a Nancy Ramos y su: «Voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá», ni a José Feliciano, ni Vos Veis (ahora San Luis) y su «Navidad y yo tan lejos»,  ni que se vaya la electricidad, que los supermercados estén repletos de escasez o que no funcione internet. Así que déjame tranquila y lárgate. No quiero echar de menos algo que ya no existe”. La tipa es terca. Yo también.

Hay un momento de diciembre en que ella siempre me gana. Y yo claudicante, le regalo esa pellizco de victoria momentánea, porque en el fondo es el día en el que ella baila y yo…me achicopalo un poco. Cada 31 de diciembre que echo de menos a mi madre, a mis hermanos, a mis tíos y primos, a mis amigos (aunque me queden pocos en Venezuela), a las maletas corriendo por la calle Venecia, el ruido, la música, la guitarra y el cuatro en mi casa siempre sonando. Cada 31 de diciembre que pienso en que mi padre ya no está en este mundo para, aunque sea, cantarme por teléfono y decirme que me abrigue, que debe hacer mucho frío en España. Cada 31 de diciembre flaqueo, me pongo tontorrona, lloro un poco, quedamente. Mi amor me abraza fuerte. Se me pasa. Porque el 1 de enero ya estoy fuerte y a la tipa esa, la nostalgia, no le doy ni agua.

Deseo que la mantengan a raya, que celebren la vida en el nuevo destino, que agradezcan, que abracen, que festejen y que por su puesto tengan: ¡Felices Fiestas!

El árbol del Parque de la Navidad en Puerto Ordaz, Venezuela.
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Mi país posible

Briamel González Zambrano

Hoy se cumplen 20 años desde que el gobierno del oprobio y la desolladura ganó las elecciones en Venezuela. Yo tenía 20 años y aquella fue la primera vez que voté y, desde luego, no lo hice por aquel hombre que años atrás había aparecido con un uniforme dando un golpe de Estado. No voté por él debido a su condición de militar («Deben estar siempre en los cuarteles» decía mi abuela y crecí oyéndole eso), y al tono de su discurso.

Han sido 20 años de destrucción de muchas cosas. Mirar atrás y dar cuenta de ello escuece. Por eso quiero pensar en el hoy y en la gente que está trabajando en ese presente y en la esperanza. En esta fecha que marca el inicio de una etapa turbulenta (¿cuándo no la hemos tenido?) a mí lo que me apetece es reseñar lo bueno de Venezuela que veo a mi alrededor. Perdónenme el optimismo, pero no siempre soy así y hay que aprovechar esos pequeños momentos de luz.

Mi país posible estaría lleno de gente que conozco y en la que me reconozco y veo un talento que puede empujar a lo nuevo que ocurra alguna vez.

Mi país posible está en Laureano Márquez y Eduardo Sanabria (Eddo) que acaban de lanzar su libro  «Historieta de Venezuela. De Macuro a Maduro» y que es una maravilla . Tiene la erudición de Márquez y los trazos saltarines y divertidos de Eddo. Aparecen los personajes de la Historia de Venezuela que estudié en el colegio y de quienes mi padre me contaba anécdotas. Aparecen los políticos, aparecen las estrellas de la época dorada de la televisión.

Mi país posible está en el trabajo de años y esfuerzo de Valentina Quintero, premiado recientemente con un reconocimiento de la BBC. Tiene su recompensa llevar décadas recorriendo el país, sus sitios, sus sabores, sus olores y su gente.

Mi país posible está en mis amigos periodistas venezolanos que siguen en el país y en los que se han ido, pero siguen hablando de los casos de Venezuela. Pienso en Unión Radio, Efecto Cocuyo (premiados en cuanto certamen se presentan), en Univisión, en Runrunes, El Pitazo, en mi comadre Mirelis Morales que desde Perú cuenta lo que vive la diáspora allí. Mis amigos de Armando.info y los grandes casos que han destapado. Pienso en Venezuelan Press, aquí en España y todo lo que hace por los periodistas.

En mi  país posible habitan las letras de Juan Carlos Méndez Guédez, Juan Carlos Chirinos, Leonardo Padrón, Alberto Barrera, Doménico Chiappe, Adriana Bertorelli, Michelle Roche, Karina Sainz, y Eduardo Sánchez Rugeles, quien, por cierto, ayer relanzó en Madrid su novela «Etiqueta azul».

Mi país posible está en mis amigos que siguen en Caracas por decisión propia y que son voluntarios en fundaciones y oeneges como Doctor Yaso, Cruz Roja y Casas Hogares.

Mi país posible está en los músicos que siguen componiendo, trabajando y haciendo conciertos en Venezuela. En los artistas plásticos, en los actores, las actrices, en los bailarines y en los cineastas.

Mi país posible está en los médicos que siguen en los hospitales viendo y tratando auténticas tragedias.

Mi país posible está en los profesores universitarios, en los maestros, en los docentes, en los agricultores, los ganaderos, los hosteleros, a los empresarios honestos en general.

Mi país posible está en mis amigos del colegio, hoy regados por el mundo y unidos a golpe de un click del móvil. En mis amigos de la universidad que destacan en diversas áreas de la comunicación y la literatura. Mis amigos que regados por el mundo aún marcan el código telefónico 0058 porque al otro lado están los afectos.

Mi país posible está en los tercos y tercas que no se doblegan y hacen proyectos, fundan empresas e insisten a brazo partido sin robarle un duro a nadie, sin meterse en guisos, sin conexiones dudosas.

Se cumplen 20 años del comienzo de la demolición, pero yo pienso en quienes van a recoger cada pedazo para armar una pieza nueva, limpia, mejor.

Perdonen ustedes el optimismo y la ingenuidad. A veces soy así.

El libro de Laureano Márquez y Eddo Sanabria estará próximamente a la vente en internet

 

 

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Abuelita, dime tú

Briamel González Zambrano

Juana Valderrey, mi abuela, hubiera cumplido 100 años en mayo pasado. Se fue de este mundo cuando tenía 94, ciega y con su cabeza lúcida hasta el final. Nació en los tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez y murió cuando aún Chávez estaba en el poder.  Su tren de viaje fue de 1918 a 2012.

Desde que yo era pequeña le preguntaba cosas que nadie más le consultaba. Sobre mi abuelo (a quien no conocí), sobre Gómez, sobre Marcos Pérez Jiménez y cómo era vivir en tiempos dictatoriales. Ella alzaba la mirada, se tapaba la boca, se ponía remolona.

.- «¡De eso no se habla! ¡Eso ya pasó! ¿Para qué quieres saber?».

Y yo:

.- «¡Abuela porque me quiero imaginar cómo era todo , vivir sin teléfono, sin televisión. Cómo fueron esas épocas tan diferentes. Si es verdad lo que cuentan en los libros!».

Ella decía:

.- “No, no quieres ni imaginar eso, mija”.

Con los años, me fue respondiendo poco a poco, a trompicones. 

Me contaba que vivía con las puertas de las casas abiertas porque no había delincuencia, aunque sí mucho miedo. Que nunca le gustaron los uniformes militares porque le repartían el susto por el cuerpo. Bajaba muchísimo la voz para decirme que los horrores que decían sobre la «Seguridad Nacional» (la policía política de la dictadura perejimenizta) eran ciertos, eran peores.

.- «Hay cosas de las que jamás se contarán porque quienes las vivieron desean enterrar todo para siempre, para poder seguir adelante”, decía susurrante.

Paraba de hablar. Se cerraba del todo. Yo la dejaba sola en su habitación. Volvíamos sobre el tema cualquier día que yo insistía.

Mi padre se quedaba asombrado de que ella me contara esas historias que le rasgaban el pecho y la garganta, esos momentos de las que nunca habló con él, su único hijo. Yo le decía de broma: “Es que yo soy nieta favorita”. Él me respondía que no sabía si eso le hacía bien a Juana, que no fuera tan persistente.

Así pasamos años mi abuela y yo conversando. Cuando me hice periodista empecé a grabar  nuestras charlas y siempre me decía en algún punto de la plática: “Apaga el aparato un momentico que esto que te voy a decir no lo puedes poner, apaga, pues”. Como si ella supiera que algún día escribiría sobre todo aquello.

 

Un día me dijo: «Si yo no hubiera nacido en 1918, si yo no hubiera sido tan pobre, a mí me hubiera gustado ser como tú. Escribir y decirle a los políticos en su propia cara que no sirven para nada. Ay, si yo hubiera podido…» Entonces entendí por qué me contaba todo. Para que yo fuese su portavoz. 

Les cuento toda infidencia familiar porque en septiembre pasado se cumplieron 6 años de su partida y he pensado mucho en ella. Les cuento porque  la semana pasada algo me estremeció. En el capítulo de la serie española “Cuéntame cómo pasó”, Carlos, el protagonista, rememora cómo le preguntaba a su abuela Herminia por la Guerra Civil (1936-1939) y cómo se vivió en su pueblo, a quienes habían matado, cómo lo había vivido. La abuela Herminia, como mi Juana, se negaba a decir nada. Alegaba que no recordaba, que eso era tiempo pasado y olvidado. Sin embargo, Carlos es escritor y quiere hacer una novela sobre su abuela. La doña cedió y contó las dificultades vividas, el frío, el hambre, las muertes. También omitió algunos secretos inconfesables.

Al terminar aquel capítulo lloré pensando en mi abuela. Me reí de su terquedad, de sus arepas de muñequitos que me hacía para que yo comiera. Recordé mucho nuestras charlas. Eché mucho de menos abrazarla y decirle, como siempre lo hacía, aquella estrofa de la canción de Heidi: “Abuelita, dime tú”.

 

 

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La Rorra en el teclado: 5 años hablando de migración venezolana en España

            Nostalgia (del griego clásico nóstos «regreso al hogar» y álgos «dolor») . 
Pena de verse ausente de la patriade los deudos o amigos.
 
 
Briamel González Zambrano
 

Hace justo 5 años empecé a escribir esta bitácora. Lo hice para saciar mis recurrentes ansias de darle al teclado. Comencé sin saber muy bien si sería constante y si el contenido le interesaría a alguien. Aquí he hablado de qué significa que se vayan tus amigos del país, de cómo armas tu maleta y te vas tú también, de cómo digieres la muerte de tus seres queridos estando lejos, de lo lindo que es conocer y adaptarse al país destino, en mi caso, a España. 

 

Les conté la cantidad de visitas de paisanos que recibes en tu sofá, los encargos que te hacen cuando alguien sabe que viajes a Venezuela, donde están los restaurantes venezolanos en Madrid. Les dije además cómo se transforma el pensamiento del migrante, cómo cambiamos nuestra manera de vestir, nuestro vocabulario y también de ver el mundo. Para el blog también entrevisté a Daniela Páez, Patricia Cardozo, Ariana Arteaga Quintero, Michelle Roche. (No me había dado cuenta, pero ahora voy a por las entrevistas de los chicos).

 
Me hace gracia pensar que este blog es ya una niñita de cinco años que se pasea por sus pantallas para contarles aventuras de inmigrantes venezolanos en España. Me la imagino como una pequeña testadura que insiste en que hagas clicks porque , si hay suerte, los pocos párrafos que contienen cada post te harán pensar, reír o enfurecerte. Una  niña migrante, negrita, que se queja del calor, que quiere playa siempre, que se enfada con los políticos y se ríe con los amigos. 
 
Quiero agradecer a los lectores que han pasado por alguno de los 100 post, a aquellos que me dejan sus opiniones por aquí, a través de correos electrónicos o por la redes sociales. Es una linda recompensa leerlos a todos. Saber que hay alguien al otro lado. Alguien que asiente, que está en desacuerdo o que me dice que faltó algo que añadir en el post. ¡GRACIAS MILES A TOD@S!
 
 
Para celebrar estos 5 años, les dejo la lista de los 5 post más leídos del blog. Vayan y lean. Yo lo pongo por aquí, con cariño siempre. 
1.-Irse y volver (Aquí cuento la primera vez que volví a de vacaciones a Venezuela)
2.- Explicar el país. Lo que dije cuando asesinaron a  la actriz Mónica Spear
5.- Los retornados. (Hablo de los españoles que vivieron en Venezuela y vuelven a su patria).

 

¡Gracias por estos cinco años de La Rorra en el teclado!