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"La hija de la española" , una muestra del país como perenne demolición

Briamel González Zambrano

A Karina Sainz Borgo la conozco, podría decirse, que de vidas pasadas. Las dos fuimos pasantes (becarias) en la revista “Primicia”. Ella, cómo no, en la sección de Cultura y yo en la de Política. Ni la revista existe, ni el diario en papel que da nombre a la compañía que la editaba: “El Nacional”, ni la sede es la misma. “Primicia” estaba ubicada entre Puerto Escondido y  la avenida Baralt. Una zona horrenda, sucia y maloliente del centro de Caracas. Muy cerca del “Urdaneta”, el único cine porno de la ciudad, de un prostíbulo y de un sitio espantoso de comida casera al que le decían “El Mosquero”.

Un día en mi casa de Puerto Ordaz descubrí que había libros de Carlos Sainz Muñoz, el padre de Karina, debido a que el mío compartía con él la especialidad: “El Derecho Laboral”. Aquello me sacó una sonrisa al pensar en las casualidades de la vida que, por otro parte, no terminarían en esa anécdota. Han pasado más de tres lustros de aquellos inicios en el reporterismo. Desde hace años coincidimos como migrantes venezolanas en Madrid. Nos vemos en las presentaciones de libros de nuestros amigos escritores o poetas venezolanos y cuando nos visita alguna amiga en común. Karina no para de leer y escribir. Por eso no me sorprendí cuando hace un par de meses se anunció que “La hija de la española”, su primera novela, se había vendido a veintidós países y se auguraba un éxito editorial imbatible. Poco después de esa noticia nos vimos en la presentación de la reedición de “Blue Label” de Eduardo Sánchez Rugeles. La felicité y ella sonrió, pero me advirtió: “Vamos a ver cómo le va”. Me lo dijo con la sincera convicción de quién no cree en triunfos anticipados por titulares. Me lo dijo cauta, poniendo su manita abierta en señal de “Ya va, esperemos”.

A pesar de su sigilo, yo no tuve dudas. No solo por el talento de Sainz, sino por su perseverancia, su fuerza.  La historia que cuenta “La hija de la española” es venezolana sí, aunque solo aparezca el nombre del país unas pocas veces, pero también es, a su manera, universal. Se respiran Caracas y Ocumare. También aparecen Madrid y Galicia. Adelaida Falcón cuenta la historia de su madre homónima y la suya somo superviviente de un entorno hostil y atroz como el de la Venezuela en protestas, apagones y comandos parapoliciales que asechan a ciudadanos civiles que protestan por un lugar mejor donde vivir. Es en esa lucha intestina y en el escenario complejo y absurdo donde el lector encontrará el espacio para acompañar a Falcón en su travesía y ver cómo desentraña dilemas y toma decisiones.

 Hay personajes que te recuerdan a cualquier amigo que tengas que sea hijo de inmigrantes, al portugués de la panadería, al italiano del taller y al gallego de la tasca. Hay anécdotas íntimas que hacen pensar en la tía solterona y en las miles de madres solteras que criaron solas a varios hijos, a las que nunca se les conoció pareja y de repente te sorprenden con su prole. Hay pasajes que te llevan a aquellas calles caraqueñas fétidas donde vimos sangre, muerte y oscuridad. Donde todo se torció, donde el gas lacrimógeno desdibujó todo y nos hizo picar los ojos y la garganta. Hay escenas donde ves retratadas a Lina Ron y a Iris Varela. No importa si no sabes quiénes son ellas, las de la vida real. Las que pinta Karina son igual de espantosas y violentas. Sainz dibuja la desolladura que es el país, la herida, la cicatriz y también la idea del crimen, el latrocinio y la demolición, como eslogan constante de una pesadilla que tiene a una nación secuestrada y sin poder pagar aún su rescate, sin conseguir su liberación.

Cuando empecé a leer la novela se lo comenté por Twitter a su autora. Ella, de nuevo, fue considerada con mi yo lectora. “Si estás bajita de ánimo, ve con cuidado”, me dijo. Así que,  aunque no estaba decaída, le hice caso y alterné la lectura con otros textos. Un par de amigas se la habían leído con fruición y en tan solo dos noches. Yo, a propósito, quise saborearla lentamente. Como si fuera un chocolate caliente. Poco a poco, sorbiendo el dulzor y la amargura.

Me encontré entonces en la novela con este párrafo que compartí en el chat con mis amigos del colegio (el 90% de ellos son hijos de inmigrantes europeos llegados a mi natal Puerto Ordaz entre los años 60 y 70) y debatimos:

“Nací y crecí en un país que recibió a hombres y mujeres de otra tierra. Sastres, panaderos, albañiles, plomeros, tenderos, comerciantes. Españoles, portugueses, italianos y algunos alemanes que fueron a buscar al fin del mundo un sitio donde volver a inventar el hielo. Pero la ciudad comenzó a vaciarse. Los hijos de aquellos inmigrantes, gente que se parecía poco a sus apellidos, emprendían la vuelta para buscar en los países de otros la cepa con la que se construyó la suya. Yo, en cambio, no tenía nada de eso”.

Ese párrafo me representa y a tantos y tantos que sin papeles ni abuelos extranjeros han partido a otro lugar, llevando para siempre y aún sin querer, una cicatriz y una alegría, un estandarte de mar, montañas, sueños y dolor. Una uve y una curita para que no escueza tanto en la distancia. Una esperanza.

Gracias Karina por el chocolate caliente, aunque haya quemado un poco.