Migrantes

Madres que sueñan

Briamel González Zambrano

Hace pocos días me conmovió el relato de una madre venezolana quien me contó que había logrado reunir a sus cuatro hijos en Madrid. Todos, progenitores y vástagos, viven en países diferentes. La mujer lideró la gesta que implicó reunir presupuesto para los viajes de todos, hacer coincidir vacaciones y superar la burocracia pandémica en los aeropuertos con el único propósito de encontrarse todos en un mismo lugar después de más de ocho años.

Esta historia me hizo pensar en cómo valoramos el tiempo con la familia una vez que estás lejos y en las líneas que permanecen inalterables en nuestras listas de deseos, en que llevo siete años sin ir a Venezuela, en que no sé cuándo mi hijo podrá conocer de dónde viene su madre. Aunque tampoco tengo especial prisa porque aún es muy pequeño.

Algo tan sencillo como una reunión familiar entre unos padres y sus hijos es una tarea titánica para muchas familias venezolanas

La madre no quiso ir a museos, ni dar paseos, ni ir a restaurantes, ni exposiciones, ni tiendas. Solo quería tener a sus hijos juntos como si celebraran navidad en plena primavera. Los quería tener cautivos en el piso que alquilaron. Sentados con juegos de mesa, viendo fotos, recordando anécdotas y actualizándose hasta la madrugada, tomando un poco de vino y haciendo videollamadas a primos y tíos. Los hijos se rebelaron un poco del plan materno para poder conocer algo de la capital española, pero la complacieron en estar juntos para todos lados.

“Yo no quería salir porque me da terror el Covid. Ya somos mayores mi marido y yo, pero estar con ellos otra vez, fue cumplir un sueño. Recé mucho para que esto ocurriera. No sé si será la última vez ¿sabes? Así que con esto me quedo, con los días por aquí y la idea de que podamos hacerlo en otra oportunidad”, me dijo suspirando.

Por esas madres que rezan por sus hijos migrantes todas las noches, por las madres que rezan a la vez por sus propias madres que están lejos,  por las que han vencido el miedo a los aviones para ir a ver a sus hijos y nietos por el mundo, por aquellas que tragan fuerte al hablar por teléfono en la distancia de las navidades, los cumpleaños, los nacimientos o los duelos, por las que tienen a todos sus hijos en diferentes continentes, por las que se tuvieron que ir de su país y sueñan con regresar a un lugar donde sea posible el reencuentro. Por las madres que sueñan he escrito estos párrafos. Para desearles, desearnos, un feliz día.

¡Feliz día madres!

Feliz día de la madre 2022
Felíz día de la madre
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Dos mundos

Briamel González Zambrano

 

“A fuerza de vivir en varios lugares, uno acaba de ser de varias partes a la vez y de ninguna enteramente. Por haber vivido aquí mucho tiempo, conozco a París como la palma de mi mano. Pero también a Barranquilla. Y a Caracas. Por no hablar de Boyacá, mi tierra: sus laderas, sus perros ociosos que ladran al paso de un automóvil o sus crepúsculos melancólicos son míos también. A veces, por azar, dos de esos mundos resultan confrontados y uno intenta, sin fortuna, serviles de puente”.

Esto lo escribió el colombiano Plinio Apuleyo Mendoza para evocar una noche en la que llevó a un amigo paisano suyo a comer croissants de chocolate a las 3 de la madrugada en la capital francesa y el visitante rechazó la oferta y  le dijo: “Yo lo que quiero es comerme una yuca”. ¿Cómo explicar ese tubérculo a las parisinas que los acompañaban?

Así me ha pasado al intentar describir qué es una arepa, una hallaca o un bollito de maíz tierno. Explicar a qué sabe el queso guayanés, una cachapa o una polvorosa de pollo. Aquí en la universidad tuve que escribir de gastronomía y yo le decía al profesor: “Es que no cocino, no sé de ingredientes, porciones y cocción”. Él me respondía muy seriote:  “Usted no cocina, pero come. Así que escriba y haga que sus compañeros y yo, que nunca hemos visto esos platos, sintamos ganas de comerlos”. No sé si lo conseguí porque aquellos textos los hice a regañadientes y esa es casi la peor manera de rasgar las teclas del ordenador. Sin embargo,  ayer me escribió una madrileña  ex compañera de clases para decirme que había tropezado con un restaurante venezolano y que entró con su familia.


“Comimos  las cachapas y ese queso de tu tierra del que siempre hablabas. Lo que me apunté fueron los tequeños, qué ricos. ¿Cuándo quedamos para nos los prepares?”, escribió la muy ingenua criatura que no se quiere enterar de que frente a los fogones tengo poco que hacer.

Con ese texto suyo sentí que se mezclaron los mundos y agradezco que se haya desarrollado tanto la hostelería venezolana en España y especialmente en Madrid. Así, cuando tenga que explicar qué es una “pelúa”, los mando para estos locales y listo. Agradezco que estén mostrando y divulgando todo sobre la comida con la que crecimos.  Agradezco poder tomarme una chicha, o un toddy, o comerme un pabellón  y que puedo además llevar a mi novio y a mis amigos españoles y de otras nacionalidades  a que los prueben.  ¡Qué suerte!

Mis sitios recomendados para comer venezolano en Madrid:

 

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Te vas haciendo

Cuando te vas lejos de tu país pasan cosas casi sin darte cuenta. Los niños que dejaste crecen  y tú vas adquiriendo nuevos hábitos, que antes te resultaban desconocidos, ajenos, de otra gente.  No hablo solo del vocabulario, ni de la entonación. Te animas también a querer y hacer otras cosas: tirarte a tomar el sol en un parque,  así no haya playa cerca (cosa de la que me burlaba cuando venía de turista, lo admito),  el fútbol,  ciertos cantantes y actores, alguna región para ir en verano,  bebidas, comidas que desconocías,  vestuario que nunca te hubieras puesto antes.
Como se dice aquí, “te vas haciendo”  a que vives acá y que puedes mezclar lo mejor de los mundos que conoces. Cuando hablas en segunda persona del plural, esa que nos enseñan en el colegio y no usamos, no te lo puedes ni creer. Me pueden oír decir: “¿Vosotros queréis ir? ¡Os va encantar!”. Es raro, pero te acostumbras y luego te sale espontáneo hasta que llega tu mamá de visita y te dice: “¿Qué te pasa, mija? ¿Quéjeso de vosotros y de os? ¡Ay no! ¿Quién es esta negrita? Me la cambiaron!”. Y te ríes y comprendes que se extrañe, pero son maneras de sobrevivir que elige cada quien. 
Les cuento todo esto (¿o debería escribir  “os cuento”? jeje), porque ayer vi la película Ocho apellidos vascos. Es una comedia romántica que atraviesa los tópicos españoles, los chistes regionales, las típicas riñas entre zonas geográficas muy diferenciadas en este país (algo así como poner a un gocho y a un oriental de pareja protagónica) . Iba con el temor de que no me diera risa, de que no pillaría nada. Fui con mi pareja (que es español) y me reí casi más que él.  Incluso me di cuenta de juegos de vocabulario y bromas que él ni se enteró.
Antes de ir al cine, quise pensar que entendería el argumento de la peli porque siempre tuve contacto con vascos (mis profesores del colegio de jesuitas) y que frecuento Cádiz, por lo que entendería las chuscadas andaluzas. El hecho es que me reí montones por eso y porque…me voy haciendo. Eso sí, no como pipas (semillas de girasol), ni me baño en la playa a cero grados,  ni como melón con jamón, ni tomo café con hielo, ni hago topless (toclés, dicen algunos).  Sin embargo, pues eso, que me voy haciendo. ¡Ah! y los que están de este lado, vean la película porque tiene mucha gracia y porque Sevilla y Euskadi tienen un coló especiá.

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Irse y volver (segunda parte)

Diciembre del año 2010

Revisas la fecha del pasaje veinte veces. También miras la caducidad de tu pasaporte. Buscas la cartera olvidada donde tienes la cédula venezolana, la licencia de conducir, el viejo aparato de telefonía (al que ahora le dices móvil y te cuesta llamarlo celular). Confirmas que siguen ahí unos pocos bolívares que guardaste para el taxi de Maiquetía y que no sabes si te van a alcanzar.

 

Llega el día y estás ilusionado. Ver a la familia. Sacudirte el frío. Abrazar, abrazar, abrazar. Abrazos de verdad. En el vuelo piensas en todo lo que quieres hacer, en todo lo que te apetece comer, en las visitas, en las playas. Antes de aterrizar ves el mar. Respiras. Inhalas. Exhalas. Un pelín de taquicardia y tal. Te preparas para el funcionario de migración. Haces la fila y te llevas la primera sorpresa. Pendones enormes con la cara del presidente. El eslogan político de turno. Tratas de obviar el detalle, pero piensas: “en ningún otro aeropuerto he visto tal cosa”.  Recoges tu maleta. Ves el sol. Sientes el sol. Ahí están los amigos, esperándote (para ver a la familia, en mi caso, faltan otros 700 kilómetros). Abrazas. Ríes. Te sorprende ver a los amigos bebiendo mientras conducen y con una cava llena de alcohol. “Qué ridícula”, te dices. “¡Tú lo hacías, no te hagas la civilizada ahora!”.  Pasas con ansiedad  el cinturón de miseria de  la Caracas-La Guaira pensando: “que las curvas se acaben pronto, que se vea la Fajardo, la ciudad”. Reencuentro con  motorizados sin ley.

 

Ves el triángulo de Parque Central, Jardín Botánico y UCV. Te sorprende cierto verdor. Te saluda El Ávila. Los panas te comentan que tienes un acento raro. Supones que se pasará con los días. Empiezas el proceso mental de cambiar los tiempos verbales. Intentas decir computadora y carro. Visitas las redacciones como una manera de ver a los amigos de una sola vez en un mismo sitio. Te agrada el trato cercano de ex compañeros. La familiaridad.Te sorprendes de la jerga periodística que has dejado de usar, que llamas ahora de otra manera.  Caracas no es una ciudad amable para cerrar encuentros, así que ir a los periódicos es una manera de ver a la mayor cantidad de afectos posible en  poco tiempo. Si acaso una quedada en El León, para recordar tiempos estudiantiles y de bajo presupuesto.

En las calles notas la importancia que se le da al teléfono que tienes, a la estética (cada quien a su manera), a la moda. Te sorprenden la radio, la música, los locutores. El habla de los políticos. La hostilidad del tráfico. El caos en que se ha convertido el Metro. Te acuerdas de los recorridos, las líneas, las estaciones. Constatas lo irascible que está la gente. Vas a hacer trámites y la burocracia te aburre. Una fila tras otra. Personas que no se conocen y se cuentan  la vida en cinco minutos y tú sin querer hablar con nadie. Oyendo todo. “¡Qué cotilla te has vuelto, mija!”, piensas.

A tu casa vas de sorpresa. Has dicho a tus padres que pasarás las navidades en París con un grupo del postgrado. Los amigos en Madrid advierten que es peligroso, que les avise, que están mayores, que les puede dar algo. Accedo y le cuento solo a mi padre. Se siente cómplice. Me llama a Caracas y grita con un impostado acento francés: “¿Qué tal la torre Eiffel?”. Y yo: “papá, llegó en el vuelo de las 3. Voy en taxi a la casa”. En el avión que va a Puerto Ordaz  coincido con un amigo del colegio. Nos emocionamos.Sus padres me llevan. “Papá, ábreme, estoy afuera”. Él: “Si, claro. ¡Mañana es la reunión, cómo no!”. Encompinchados. Me abre. Abrazo apretado. Yo grito en La Gonzalera: “Buenas, buenas, qué bella la navidad en este hogar”. Mi madre servía un café. Se le cayó la taza al suelo y me gritó: “¡pero qué muchachita tan impertinente, vale!”. Abrazo. Lágrimas. Risas. La abuela ciega diciendo: “Me parece haber oído a la negrita. ¿Es ella?”  y tú cantarle como siempre la canción de Heidi: “Abuelita, dime tú, ¿qué sonidos son los que oigo yo?”. Navidades de gaitas, comilonas, río, amigas de la infancia, misa de aguinaldos. Amanecer gaitero. Cuñas de navidad de la televisión local. Poco internet. El río Caroní. Largas conversas con los padres. Días enteros en pijamas. El cariño de las tías. Risas con los herman@s. Confirmar que el sobrino está cambiando la voz. Los recuerdos con los primos. Responder las preguntas obligadas sobre España.

Volver de visita es sorpresa, gusto, decepción, descubrir que una parte de ti ha cambiado, que rechaza cosas de la cotidianidad del país, sentir que no entiendes ni la escasez, ni la inflación, ni la delincuencia, ni al gobierno, ni a la oposición. Callarlo para no herir. Confirmar que hay otro lado que sigue intacto, queriendo ir a la playa, bailar salsa y pedirse una reina con todo.