Diciembre del año 2010
Revisas la fecha del pasaje veinte veces. También miras la caducidad de tu pasaporte. Buscas la cartera olvidada donde tienes la cédula venezolana, la licencia de conducir, el viejo aparato de telefonía (al que ahora le dices móvil y te cuesta llamarlo celular). Confirmas que siguen ahí unos pocos bolívares que guardaste para el taxi de Maiquetía y que no sabes si te van a alcanzar.
Llega el día y estás ilusionado. Ver a la familia. Sacudirte el frío. Abrazar, abrazar, abrazar. Abrazos de verdad. En el vuelo piensas en todo lo que quieres hacer, en todo lo que te apetece comer, en las visitas, en las playas. Antes de aterrizar ves el mar. Respiras. Inhalas. Exhalas. Un pelín de taquicardia y tal. Te preparas para el funcionario de migración. Haces la fila y te llevas la primera sorpresa. Pendones enormes con la cara del presidente. El eslogan político de turno. Tratas de obviar el detalle, pero piensas: “en ningún otro aeropuerto he visto tal cosa”. Recoges tu maleta. Ves el sol. Sientes el sol. Ahí están los amigos, esperándote (para ver a la familia, en mi caso, faltan otros 700 kilómetros). Abrazas. Ríes. Te sorprende ver a los amigos bebiendo mientras conducen y con una cava llena de alcohol. “Qué ridícula”, te dices. “¡Tú lo hacías, no te hagas la civilizada ahora!”. Pasas con ansiedad el cinturón de miseria de la Caracas-La Guaira pensando: “que las curvas se acaben pronto, que se vea la Fajardo, la ciudad”. Reencuentro con motorizados sin ley.
Ves el triángulo de Parque Central, Jardín Botánico y UCV. Te sorprende cierto verdor. Te saluda El Ávila. Los panas te comentan que tienes un acento raro. Supones que se pasará con los días. Empiezas el proceso mental de cambiar los tiempos verbales. Intentas decir computadora y carro. Visitas las redacciones como una manera de ver a los amigos de una sola vez en un mismo sitio. Te agrada el trato cercano de ex compañeros. La familiaridad.Te sorprendes de la jerga periodística que has dejado de usar, que llamas ahora de otra manera. Caracas no es una ciudad amable para cerrar encuentros, así que ir a los periódicos es una manera de ver a la mayor cantidad de afectos posible en poco tiempo. Si acaso una quedada en El León, para recordar tiempos estudiantiles y de bajo presupuesto.
En las calles notas la importancia que se le da al teléfono que tienes, a la estética (cada quien a su manera), a la moda. Te sorprenden la radio, la música, los locutores. El habla de los políticos. La hostilidad del tráfico. El caos en que se ha convertido el Metro. Te acuerdas de los recorridos, las líneas, las estaciones. Constatas lo irascible que está la gente. Vas a hacer trámites y la burocracia te aburre. Una fila tras otra. Personas que no se conocen y se cuentan la vida en cinco minutos y tú sin querer hablar con nadie. Oyendo todo. “¡Qué cotilla te has vuelto, mija!”, piensas.
A tu casa vas de sorpresa. Has dicho a tus padres que pasarás las navidades en París con un grupo del postgrado. Los amigos en Madrid advierten que es peligroso, que les avise, que están mayores, que les puede dar algo. Accedo y le cuento solo a mi padre. Se siente cómplice. Me llama a Caracas y grita con un impostado acento francés: “¿Qué tal la torre Eiffel?”. Y yo: “papá, llegó en el vuelo de las 3. Voy en taxi a la casa”. En el avión que va a Puerto Ordaz coincido con un amigo del colegio. Nos emocionamos.Sus padres me llevan. “Papá, ábreme, estoy afuera”. Él: “Si, claro. ¡Mañana es la reunión, cómo no!”. Encompinchados. Me abre. Abrazo apretado. Yo grito en La Gonzalera: “Buenas, buenas, qué bella la navidad en este hogar”. Mi madre servía un café. Se le cayó la taza al suelo y me gritó: “¡pero qué muchachita tan impertinente, vale!”. Abrazo. Lágrimas. Risas. La abuela ciega diciendo: “Me parece haber oído a la negrita. ¿Es ella?” y tú cantarle como siempre la canción de Heidi: “Abuelita, dime tú, ¿qué sonidos son los que oigo yo?”. Navidades de gaitas, comilonas, río, amigas de la infancia, misa de aguinaldos. Amanecer gaitero. Cuñas de navidad de la televisión local. Poco internet. El río Caroní. Largas conversas con los padres. Días enteros en pijamas. El cariño de las tías. Risas con los herman@s. Confirmar que el sobrino está cambiando la voz. Los recuerdos con los primos. Responder las preguntas obligadas sobre España.
Volver de visita es sorpresa, gusto, decepción, descubrir que una parte de ti ha cambiado, que rechaza cosas de la cotidianidad del país, sentir que no entiendes ni la escasez, ni la inflación, ni la delincuencia, ni al gobierno, ni a la oposición. Callarlo para no herir. Confirmar que hay otro lado que sigue intacto, queriendo ir a la playa, bailar salsa y pedirse una reina con todo.