Migrantes

Postales rotas

Briamel González Zambrano

Hace pocos días me enteré de que cerró el supermercado de portugueses cercano a la casa donde crecí en mi natal Puerto Ordaz y algo se me ha removido por dentro. La crisis económica también los ha agarrado por la pechera a ellos. Una familia de trabajadores inagotables. Se tranca la puerta de ese lugar con olor a una mezcla de lejía con embutidos y en cuyo aire acondicionado me refugié más de una vez para escapar de los 30 grados de temperatura habituales en Puerto Ordaz. 

Al super de los portus fui muchas veces con mis padres, me encontraba con amigos del colegio, con vecinos, con gente querida. También iba en bicicleta y era una aventura atravesar el “campito” de bicicross que hoy tampoco existe. Fue de los primeros sitios donde pude ir sola para hacer “los mandados”, es decir, comprar el pan, aceite, jamón y queso, Cheez Whiz o Harina Pan. Me gustaba siempre ver el trabajo de las cajeras y su botonera. Observaba cómo sacaban las cuentas, cómo corrían los productos por la cinta negra hacia su destino final que eran las manos de un joven embolsador, quien luego nos acompañaba hasta el coche y esperaba por su propina. “Algo para el refresco”.

Frente al “abasto”, como lo llamaba mi abuela, estaba el puesto de arepas de Mon, un colombiano que empezó vendiendo obleas en la zona y que con gran esfuerzo levantó su negocio que siempre estuvo lleno y al que yo volvía con ilusión. A Mon lo asesinaron unos malandros en marzo de 2015 y fue una conmoción en mi ciudad, para quienes lo conocimos y crecimos viéndole a él y a su mujer Carola detrás de la barra, atendiéndonos con afecto, preguntándonos por la familia y sirviendo unos jugos deliciosos y unas arepas inolvidables.

Sobre la misma acerca del supermercado estaba el kiosco de periódicos de una familia de chilenos. Allí mis padres compraban “El Correo del Caroní”, “El Nacional” y “Meridiano”. El olor del papel periódico se instaló allí de tal manera que, muchos años después cuando trabajaba en redacciones y bajaba a la imprenta, recordaba este kiosco por el aroma. A los chilenos yo les compraba barajitas para los álbumes de “Amor es” y del que estuviera de moda, además de chucherías, claro.

Recuerdo también cómo al otro lado de la ciudad, iba con mis amigas al abasto «La Española», donde la cajera se llamaba Pili (familia de los dueños) y saludaba a casi todos los clientes con su nombre de pila al tiempo que maneja la calculadora. Yo iba con mi amiga María Gabriela a comprar chiclets Adams de colores y Pepito. Allí también olía a embutido. Me pregunto qué será de Pili y de su memoria para la clientela. Google y mi prima me han confirmado que «La Española» sigue en pie. Por lo menos es una buena noticia.

Que todos estos comerciantes (los portus, los chilenos, Mon y Carola, Pili) sean migrantes habla de lo receptiva que fue Venezuela. De sus políticas de puertas abiertas no solo a europeos, sino también a personas que huyeron de las dictaduras que imperaban en el sur de América en la década de los setenta del siglo pasado y de la guerra que no ha dejado respirar saludablemente a Colombia desde hace muchas décadas. Como he dicho varias veces en el blog, los hijos de esos migrantes han hecho el camino de vuelta de sus padres o abuelos. Retoman ese viejo pasaporte y se van a buscar otra vida en esa tierra que habían dejado sus ancestros o en un tercer destino que les sonría y les pinte un escenario de paz.

Hace pocas horas, mientras cerraba la idea de este post, el gobierno tomó las instalaciones de El Nacional en Caracas, debido a una demanda interpuesta por el teniente Diosdado Cabello. Por suerte, los dueños salvaron el archivo físico y digital. No se sabe aún qué pasará con la sede. Trabajé en ese diario a principios de siglo, en otra vida podría decir. Hice amistades para siempre, aprendí, cometí errores, me formé y llevé ese carnet en el pecho con mucho orgullo. Mi época fue en la sede vieja de Puente Nuevo a Puerto Escondido. A este nuevo edificio solo fui de visita, porque yo ya trabajaba en El Universal. Duele igualmente por lo que significa que desde el poder se arrase con todo lo que huela a debate, a ideas y a democracia.

Siendo realistas, uno no espera que los espacios de la infancia se queden intactos para siempre. Eso no suele ocurrir. Lo que sorprende es lo abrupto de la demolición. Las razones por las cuales, de pronto, todo se borre y ya no haya ni super, ni Mon, ni kiosco y tampoco sede de un diario septuagenario. La crisis y los mandatarios desbarrancadores del país tienen toda la responsabilidad de que todo se nos vaya convirtiendo en una postal rota.

Te invito lector apreciado a que pienses en tu vecindario de la infancia, en qué queda de él y sonrías por lo bonito que se vivió allí, que eso no nos lo pueden robar.

Un supermercado cualquiera en la Venezuela de hoy

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