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Un contencioso sin resolver

Briamel González Zambrano

En Navidad se suele alborotar la nostalgia (según el diccionario de la Real Academia Española la nostalgia es 1.- La pena de verse ausente de la patria, de los deudos o de los amigos. 2.- Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida).  Entre los adornos, los anuncios publicitarios y que se supone que hay que tener un ánimo determinado porque es una temporada del año para estar feliz. Uno de lo que se acuerda es de que está lejos de los suyos, que atrás quedaron otros tiempos (como es natural, desde luego), que llevas años sin ver a mucha gente que amas, que hay un sol resplandeciente, calor y playa y tú estás lejos de todo aquello. Pero no, yo lucho contra la mentada señora. Recuerdo que mi vida está aquí, mi ahora es aquí y también mi alegría.

Tengo un contencioso con la nostalgia desde hace muchos años. Nos miramos de frente, pero yo la quiero lejos, como si fuera una apestada. Le reviro los ojos. Le cierro las puertas. Ella busca colarse por las ventanas. Se me aparece disfrazada en forma de arepa, en una canción, en un libro, en una hallaca con un lindo poema de mi amiga Adriana Bertorelli, en un pan de jamón y hasta en las respuestas que doy cuando algún amigo español me pregunta algún dato sobre Venezuela (desde cuánto petróleo se produce hasta por qué se han ido millones de personas del país). Yo la vuelvo a ver  y le digo: “Quieta. Atrás, vete lejos y no vuelvas. No echo de menos ni las cuñas de navidad de los viejos canales de televisión, ni Guaco a todas horas, ni a Nancy Ramos y su: «Voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá», ni a José Feliciano, ni Vos Veis (ahora San Luis) y su «Navidad y yo tan lejos»,  ni que se vaya la electricidad, que los supermercados estén repletos de escasez o que no funcione internet. Así que déjame tranquila y lárgate. No quiero echar de menos algo que ya no existe”. La tipa es terca. Yo también.

Hay un momento de diciembre en que ella siempre me gana. Y yo claudicante, le regalo esa pellizco de victoria momentánea, porque en el fondo es el día en el que ella baila y yo…me achicopalo un poco. Cada 31 de diciembre que echo de menos a mi madre, a mis hermanos, a mis tíos y primos, a mis amigos (aunque me queden pocos en Venezuela), a las maletas corriendo por la calle Venecia, el ruido, la música, la guitarra y el cuatro en mi casa siempre sonando. Cada 31 de diciembre que pienso en que mi padre ya no está en este mundo para, aunque sea, cantarme por teléfono y decirme que me abrigue, que debe hacer mucho frío en España. Cada 31 de diciembre flaqueo, me pongo tontorrona, lloro un poco, quedamente. Mi amor me abraza fuerte. Se me pasa. Porque el 1 de enero ya estoy fuerte y a la tipa esa, la nostalgia, no le doy ni agua.

Deseo que la mantengan a raya, que celebren la vida en el nuevo destino, que agradezcan, que abracen, que festejen y que por su puesto tengan: ¡Felices Fiestas!

El árbol del Parque de la Navidad en Puerto Ordaz, Venezuela.
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Abuelita, dime tú

Briamel González Zambrano

Juana Valderrey, mi abuela, hubiera cumplido 100 años en mayo pasado. Se fue de este mundo cuando tenía 94, ciega y con su cabeza lúcida hasta el final. Nació en los tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez y murió cuando aún Chávez estaba en el poder.  Su tren de viaje fue de 1918 a 2012.

Desde que yo era pequeña le preguntaba cosas que nadie más le consultaba. Sobre mi abuelo (a quien no conocí), sobre Gómez, sobre Marcos Pérez Jiménez y cómo era vivir en tiempos dictatoriales. Ella alzaba la mirada, se tapaba la boca, se ponía remolona.

.- «¡De eso no se habla! ¡Eso ya pasó! ¿Para qué quieres saber?».

Y yo:

.- «¡Abuela porque me quiero imaginar cómo era todo , vivir sin teléfono, sin televisión. Cómo fueron esas épocas tan diferentes. Si es verdad lo que cuentan en los libros!».

Ella decía:

.- “No, no quieres ni imaginar eso, mija”.

Con los años, me fue respondiendo poco a poco, a trompicones. 

Me contaba que vivía con las puertas de las casas abiertas porque no había delincuencia, aunque sí mucho miedo. Que nunca le gustaron los uniformes militares porque le repartían el susto por el cuerpo. Bajaba muchísimo la voz para decirme que los horrores que decían sobre la «Seguridad Nacional» (la policía política de la dictadura perejimenizta) eran ciertos, eran peores.

.- «Hay cosas de las que jamás se contarán porque quienes las vivieron desean enterrar todo para siempre, para poder seguir adelante”, decía susurrante.

Paraba de hablar. Se cerraba del todo. Yo la dejaba sola en su habitación. Volvíamos sobre el tema cualquier día que yo insistía.

Mi padre se quedaba asombrado de que ella me contara esas historias que le rasgaban el pecho y la garganta, esos momentos de las que nunca habló con él, su único hijo. Yo le decía de broma: “Es que yo soy nieta favorita”. Él me respondía que no sabía si eso le hacía bien a Juana, que no fuera tan persistente.

Así pasamos años mi abuela y yo conversando. Cuando me hice periodista empecé a grabar  nuestras charlas y siempre me decía en algún punto de la plática: “Apaga el aparato un momentico que esto que te voy a decir no lo puedes poner, apaga, pues”. Como si ella supiera que algún día escribiría sobre todo aquello.

 

Un día me dijo: «Si yo no hubiera nacido en 1918, si yo no hubiera sido tan pobre, a mí me hubiera gustado ser como tú. Escribir y decirle a los políticos en su propia cara que no sirven para nada. Ay, si yo hubiera podido…» Entonces entendí por qué me contaba todo. Para que yo fuese su portavoz. 

Les cuento toda infidencia familiar porque en septiembre pasado se cumplieron 6 años de su partida y he pensado mucho en ella. Les cuento porque  la semana pasada algo me estremeció. En el capítulo de la serie española “Cuéntame cómo pasó”, Carlos, el protagonista, rememora cómo le preguntaba a su abuela Herminia por la Guerra Civil (1936-1939) y cómo se vivió en su pueblo, a quienes habían matado, cómo lo había vivido. La abuela Herminia, como mi Juana, se negaba a decir nada. Alegaba que no recordaba, que eso era tiempo pasado y olvidado. Sin embargo, Carlos es escritor y quiere hacer una novela sobre su abuela. La doña cedió y contó las dificultades vividas, el frío, el hambre, las muertes. También omitió algunos secretos inconfesables.

Al terminar aquel capítulo lloré pensando en mi abuela. Me reí de su terquedad, de sus arepas de muñequitos que me hacía para que yo comiera. Recordé mucho nuestras charlas. Eché mucho de menos abrazarla y decirle, como siempre lo hacía, aquella estrofa de la canción de Heidi: “Abuelita, dime tú”.

 

 

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La Rorra en el teclado: 5 años hablando de migración venezolana en España

            Nostalgia (del griego clásico nóstos «regreso al hogar» y álgos «dolor») . 
Pena de verse ausente de la patriade los deudos o amigos.
 
 
Briamel González Zambrano
 

Hace justo 5 años empecé a escribir esta bitácora. Lo hice para saciar mis recurrentes ansias de darle al teclado. Comencé sin saber muy bien si sería constante y si el contenido le interesaría a alguien. Aquí he hablado de qué significa que se vayan tus amigos del país, de cómo armas tu maleta y te vas tú también, de cómo digieres la muerte de tus seres queridos estando lejos, de lo lindo que es conocer y adaptarse al país destino, en mi caso, a España. 

 

Les conté la cantidad de visitas de paisanos que recibes en tu sofá, los encargos que te hacen cuando alguien sabe que viajes a Venezuela, donde están los restaurantes venezolanos en Madrid. Les dije además cómo se transforma el pensamiento del migrante, cómo cambiamos nuestra manera de vestir, nuestro vocabulario y también de ver el mundo. Para el blog también entrevisté a Daniela Páez, Patricia Cardozo, Ariana Arteaga Quintero, Michelle Roche. (No me había dado cuenta, pero ahora voy a por las entrevistas de los chicos).

 
Me hace gracia pensar que este blog es ya una niñita de cinco años que se pasea por sus pantallas para contarles aventuras de inmigrantes venezolanos en España. Me la imagino como una pequeña testadura que insiste en que hagas clicks porque , si hay suerte, los pocos párrafos que contienen cada post te harán pensar, reír o enfurecerte. Una  niña migrante, negrita, que se queja del calor, que quiere playa siempre, que se enfada con los políticos y se ríe con los amigos. 
 
Quiero agradecer a los lectores que han pasado por alguno de los 100 post, a aquellos que me dejan sus opiniones por aquí, a través de correos electrónicos o por la redes sociales. Es una linda recompensa leerlos a todos. Saber que hay alguien al otro lado. Alguien que asiente, que está en desacuerdo o que me dice que faltó algo que añadir en el post. ¡GRACIAS MILES A TOD@S!
 
 
Para celebrar estos 5 años, les dejo la lista de los 5 post más leídos del blog. Vayan y lean. Yo lo pongo por aquí, con cariño siempre. 
1.-Irse y volver (Aquí cuento la primera vez que volví a de vacaciones a Venezuela)
2.- Explicar el país. Lo que dije cuando asesinaron a  la actriz Mónica Spear
5.- Los retornados. (Hablo de los españoles que vivieron en Venezuela y vuelven a su patria).

 

¡Gracias por estos cinco años de La Rorra en el teclado!
 
 
 
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Test de nacionalidad venezolana

Briamel González Zambrano

Desde hace unos años se implementó una ley en España que incluye la realización de un examen tipo test entre los requisitos obligatorios para obtener la nacionalidad española. En la prueba hay preguntas sobre geografía, costumbres del país, las fiestas, los idiomas que se hablan, política, arte y cultura general.

Hice el examen en 2016 y recuerdo que cuando repasaba las preguntas, interrogaba a mis compañeros de trabajo. A ellos les parecía alucinante porque había muchas respuestas que desconocían. Una decía siempre: «Bria aprobará y yo, que soy de Madrid de toda la vida, no sacaré ni la mitad de la nota». Reíamos.

Les cuento esta anécdota porque noto que, de vez en cuando, se pone en tela de juicio la venezolanidad de quienes nos fuimos. Es algo recurrente e irritante. Sobre todo porque cada quien lleva y expresa a su país de una manera personal y como le apetece. No creo que nadie tenga la vara correcta para medir eso.

Cuando migras, puede cambiar tu acento, pueden cambiar las palabras que usas, tu habla cotidiana. Cambia (casi seguro) tu forma de vestir si te vas a un país con estaciones, cambia también tu percepción de casi todo.¿Y qué con eso? Al final, migrar es  también un viaje hacia ti mismo.

Resulta que esas transformaciones naturales y lógicas, no lo son tanto para cierta gente. Entonces es cuando escucho burlitas, chistes  o tonos socarrones si alguien celebra Halloween , el 4 de Julio o  el Día de Acción de Gracias  en Estados Unidos, o el Día de Muertos en México, o el Carnaval en Río, o las Fiestas del Pilar en España. La mayoría de quienes hemos llegado a un país nuevo queremos (y debemos) aprender de esas costumbres que nos son ajenas, comprenderlas, estudiarlas y adaptar a nuestra vida aquellas que nos gusten.

No tiene nada de malo participar. Vives en esa nueva sociedad y quieres formar parte de ella. Esto parece una perogrullada, pero hay que aclararlo a quienes piensan que dejas de ser venezolano por conjugar los verbos de otra manera, por vestir distinto, comer otras cosas y por analizar de forma crítica lo que pasa en Venezuela.

No hay que tener  una camiseta de la Vinotinto, ni escuchar cada día a Simón Díaz, no hay que hablar caraqueño rajao, ni bailar joropo para saber y sentir de dónde vienes. Cada uno es venezolano a su manera y ese es su derecho.

Creo que por mi fenotipo, nunca pararán de preguntarme de dónde soy y lo diré siempre: De Puerto Ordaz, estado Bolivar, Venezuela. Ahora España es mi casa y me gusta, la quiero y la respeto. No es incompatible. Lo incomprensible es que haya quien no lo entienda.

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Fachadas

«No hay tierra como la tierra de tu infancia».Michael Powell
«La verdadera patria del hombre es la infancia». Rainer María Rilke.
«A veces me escribe la infancia/
una tarjeta postal
¿Te acuerdas?» 
Michael Krüger 
Briamel González Zambrano

El fin de semana me llegó al móvil la foto de la fachada de una casa. El remitente solo dijo en el grupo de amigos del colegio: «Quise compartirla con ustedes». No escribió nada más. Él sabía lo certero de aquel mensaje. Es la casa de su infancia. Ahora luce con maleza, las paredes desconchadas, cerrada, con la rejería descolocada, algo derruida, acusa abandono. Estoy segura de que a todos los destinatarios nos sorprendió verla así, como parte de una escena apocalíptica. 

 

Aquella quinta con nombre de fría ciudad italiana está en mi natal Puerto Ordaz, una de las urbes más calientes de Venezuela. Allí estuve en cumpleaños, barbacoas, viendo partidos de fútbol, estudiando con cuadernos, enciclopedias, diccionarios de Latín, con el libro amarillo de Historia Universal firmado por  Aureo Yépez Castillo, con el libro negro de Biología de Serafín Mazparrote y siempre sobre la mesa había vasos metálicos llenos de Nestea o de Toddy. Muy cerca un mueble con portarretratos con fotos de los hijos. Los padres  pasaban verificando que de verdad estábamos repasando. 

 

En una fracción de segundos recordé todo eso. Al padre italiano siempre de punta en blanco, con su acento y sonrisa muy marcados. A la madre guara de voz suave, solícita, cariñosa. Recordé el salón, los cuadros y que cuando estuve en Italia por primera vez pensé en aquella vivienda. También rememoré una llamada a mi móvil en plena madrugada hecha desde esa casa en el año 2001: «¡Soltaron al carajito, negra! ¡Lo soltaron! ¡Es libre!». Mi amigo me avisaba que habían liberado a su hermano pequeño, luego de un secuestro que tuvo en jaque a la policía  durante varios días. Aquello se resolvió porque la familia pagó el rescate sin decir nada a las autoridades, pese a que los tenían instalados en su hogar y con sus teléfonos intervenidos. 

Respondí al mensaje de la foto: «¡Qué recuerdos! ¿Quién vive allí ahora?». La respuesta de mi amigo Gianca (que vive en Panamá) fue: «Nadie. Mi familia la vendió hace años y quienes la compraron nunca han estado. La abandonaron». Entonces pensé en las casas del resto del grupo, en sus nombres con letras de bronce pegados a la pared principal, pensé en la de mis padres: La Gonzalera. 

Evoqué  también en esa sensación pesada de estar en el Ortiz de «Casas Muertas» que a veces da al volver al lugar de origen, después de años sin vivir allí.  Seguramente usted, estimado lector, puede hacer lo mismo. Cerrar los ojos y ver la casa donde creció, recordar cómo era, su ubicación, sus muebles y si todavía sigue en pie, si aún la visita o queda algún familiar viviendo en ella. Si la vendieron, pensará quien vivirá allí y si la disfruta y es feliz. Si está alquilada o vacía, a la espera de que en Venezuela haya un mercado inmobiliario razonable para venderla. 

Los sitios de la infancia no permanecen físicamente para siempre. Eso lo sabemos todos. Sin embargo, hay quienes sentimos que nos robaron la posibilidad de visitarlos cuando nos apetezca, de ver a los vecinos y algún imprudente te diga que has aumentado de peso o de que te vas a quedar para vestir santos, de pasear por los parques, de ver a las tías cada domingo, o de que los hijos crezcan con primos o padrinos cerca, de que esos niños sepan lo que es una mata de mango porque se subieron a ella y que visiten a los abuelos sin Skype de por medio. Eso nos lo arrebataron de cuajo a algunos. Siempre trato de no quejarme de ello, de agradecer donde estoy y la vida que tengo. Sin embargo, la foto de esta fachada me ha dejado tan pensativa que no pude evitar hacer esta reflexión. 

Ya no hay domingos familiares porque los hijos estamos en diferentes países o ciudades, ya no hay vecinos porque muchos también se han marchado, ya no hay parques porque toca encierro, porque la inseguridad mata y lo hace cada día. No hay: «Inventemos una parrilla este domingo que hay béisbol, fútbol, elecciones o porque ha nacido un bebé», porque comprar carne es casi de millonarios. Ya no hay visitas desde Caracas a Puerto Ordaz porque no quedan casi vuelos, ni repuestos para el coche, ni carreteras seguras. Ya no hay invitaciones para tomar café porque ese es un producto escaso, como el papel del baño, como  los medicamentos, los alimentos, las servilletas, como casi todo. Escribo esto y no desvelo nada. Todo es conocido, pero tenía que decirlo otra vez. Esa fachada, la de quinta Firenze, me habló, me dijo cosas, me llevó a lugares y por eso lo he querido contar. 

El periodista canario Juan Cruz dice que los seres humanos: «Somos nuestra infancia, lo primero que se aprende es lo último que se olvida, según se pierden los recuerdos uno se despide de sí mismo».  Así que conservemos nuestros recuerdos tanto como podamos. Que esta devastación tan horrorosa no nos los quite. 

Muchas de las casas en Venezuela están clausuradas o muy deterioradas por la situación actual del país.
Esta foto es en Puerto Ordaz.
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Los que más crecen, los que más piden

Briamel González Zambrano

El diario ABC publicó esta semana una nota según la cual la comunidad venezolana es la colonia extranjera que más crece en Madrid. Estamos en casi todos los barrios, en todas las escalas sociales y ocupamos cargos en diversas industrias. Casualmente, en estos días estuve con una persona de Cáritas, la rama de la iglesia católica que trabaja con los más excluidos y  me dijo: «Los venezolanos son los extranjeros que más acuden a nuestras sedes para pedir comida, ropa y trabajo en España». Yo me quedé pensativa. Estuve cavilando sobre el tema, sobre este desembarco que no cesa, imaginando las caras que hay detrás de todos esos números: Mis paisanos.

Retrocedí también a mi vida en mi natal Puerto Ordaz. Una ciudad planificada y repleta de inmigrantes. Allí crecí viendo cómo mis amigos, hijos de colombianos, se ayudaban con otros colombianos, lo mismo pasaba con españoles, portugueses, italianos, chilenos, peruanos, bolivianos, libaneses y griegos. La lista de las aulas de mi colegio era una retahíla de González, García y Pérez mezclados con apellidos venidos desde todas partes, a veces impronunciables . Los vi ayudarse, tener sus clubes, hermandades, celebrar las fiestas y hacer las recetas de los países de origen, mezclar su sangre y su vidas con venezolanos, crecer.

Ahora estamos nosotros los venezolanos en esta tesitura. Somos los que más crecemos en número y también los que más pedimos a la beneficencia. Es lógico. Se está huyendo. A la luz de lo acontecido esta semana, la violencia del gobierno aterroriza, espanta y hay quien sale corriendo con lo puesto. Tenemos un gobierno que asesina en directo, que involucra grupos paramilitares en operativos en los que trabajan los Cuerpos de Seguridad del Estado. Esto nadie lo explica. Una periodista pregunta qué ha pasado y llama a la reflexión en la tele y la echan de su trabajo, luego de 17 años de servicio. Aprovecho para presentar mis respetos para Alba Cecilia Mujica, una periodista que ha sido guía y formadora de varias generaciones.

Hay semanas así. En que Venezuela es un aliento contenido, una herida con la carne enrojecida y que no se cierra. Es una metralla de acontecimientos desafortunados que te golpean. Mientras tanto, las cifras nos hablan por sí solas. Un país con un goteo indetenible de personas que huyen y otra parte de su población que resiste, que lucha, que sobrevive allí. Ambos grupos con el corazón en un puño, soñando que todo cambie, que todo mejore, que termine la pesadilla.

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5 cosas que aprendes al migrar, según La Rorra

Briamel González Zambrano

1.- A vivir con poco y aún así ahorrar. Cuando estás recomenzando, cuando te vas con papeles de estudiante, cuando no llegas como inversionista y no puedes tener un contrato de jornada completa, lo que toca es echar números cada mes. Te conoces de arriba a abajo los planes gratuitos de la ciudad. Revisas detalladamente gastos de vivienda, transporte y servicios. Aprendes a apagar las luces si no es necesario que estén encendidas y estás atento a cuál supermercado tiene mejores precios y calidad. Te enteras además de cómo ser un consumidor responsable y de cómo hacer reclamaciones en caso de que consideres que te han estafado. También estás pendiente de Hacienda, porque el Tío Sam (en todas sus versiones) también quiere saberlo todo de ti.

 

2.- A reinventarte a partir de lo que eres y lo que sabes en contraposición de lo que te ofrece tu nuevo destino. He visto médicos haciendo de hosteleros, dentistas con una tienda de ropa, periodistas siendo administrativos, informáticos, profesores de yoga. Te vas y tu mundo rota, gira, se mueve todo. Y tú te adaptas y aprendes a hacer limonada con todo lo que te cae del cielo. En la reconversión está la clave. En la capacidad de hacer lo que toca sin perder tus objetivos iniciales. En saber llevar el camino. Aunque parece un poco de autoayuda, es así queridos, y no hay nada de reprochable en ello. Por el contrario, es parte de la aventura. Como también lo es conocer y acercarte a la nueva cultura a la que has llegado. Resiliencia que llaman.

 

3.-A amar desde lejos y conservar  amistades y familia. A esto nos ayudan mucho las redes sociales, pero es un ejercicio personal también. Los migrantes tenemos siempre la mitad del corazón latiendo en muchas partes. Vives con eso. Tus afectos también aprenden a saber que estás, aunque no aparezcas en la foto del cumpleaños, del matrimonio, del bautizo, ahí estás en pensamiento. Aunque en momentos amargos y dulces te toque hacer llamadas o mandar mensajes de voz en lugar de dar abrazos apretados. Ahí estás.

 

 

4.- A darle otro valor y otra mirada a tu país. La distancia otorga otra perspectiva de casi todo. Lo que antes era sagrado, ahora cambia de tenor. Lo insalvable parece tener otro color. Hay preceptos que se trastocan. Cosas que detestabas del gentilicio (antes de marcharte) casi te parecen entrañables y viceversa. Nunca, nunca, nunca dejas de pensar en ese lugar. Para bien, para mal. Para odiar lo que allí sucede, para querer estar allí cuando algo grande pasa. Eres de allí y allí están tus referencias, tus puntos de partida, lo que aprendiste y gran parte de lo que eres.

5.- A querer y agradecer lo que tienes, lo que aprendes y lo que quieres conseguir en el sitio al que llegaste. Dar gracias, siempre.

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Erika, tipo en Madrid

 

Briamel González Zambrano

 

Llega con algo de retraso porque se perdió. Solo habían pasado seis horas desde que Erika de la Vega había aterrizado en Madrid y acude a la cita con unos veinte periodistas de Venezuelan Press para charlar sobre su vida laboral, sus planes. Aparece perfectamente maquillada  y peinada.  Saca  de su bolso un pequeño trípode y una cámara que enciende enseguida. “Yo también los voy a grabar. ¿Qué creían?”, dice, y ríe.

Ha venido a España por la gira de su monólogo: “Tú no sabes quién soy yo”, que la llevará además a Barcelona, Coruña, Tenerife, París y Londres.  Escogió el nombre de la pieza para hacer un juego de palabras. “La frase la puedes  pronunciar y entonar de diferentes maneras. Si vas a buscar trabajo donde nadie te conoce, te toca decirla suave y sin ego”, dice sonriendo.

En el espectáculo habla en clave de humor de las mujeres,  la maternidad, las relaciones, los trabajos y los cambios. Esta última palabra le toca mucho. Desde hace cuatro años vive en Miami, dejó,  de momento, las ondas hertzianas y trabaja en Telemundo.  Admite que la experiencia le ha resultado difícil por todo lo que tuvo que abandonar y la nueva etapa en la que sus veinte años de experiencia en radio “no significan nada” , debe mostrar su talento y conquistar espacios. Sin embargo, ha sabido digerir las espinas y atajado las oportunidades. “Le dije a un amigo que sentía que me habían robado el futuro. Él me respondió que no era cierto, que solo me lo habían cambiado. Que aprovechara ese giro. Esa respuesta me gustó y vi la manera de darle la vuelta a la situación”.

Sobre la migración venezolana en Estados Unidos dice que no se atreve a calificarla porque considera que,como comunidad, tiene un camino que recorrer. “No siento que deba o pueda meternos a todos en el mismo saco. Estamos aprendiendo y tratando de seguir con nuestras vidas y la única vía de hacerlo es mirando hacia adelante. También les repito una frase de Lorenzo Mendoza: Migrar es cambiar unos problemas por otros y en eso estamos todos. A mí me encanta verme con venezolanos, conversar, intercambiar ideas. Lo hago mucho con el show y en general. No puedo negar de dónde vengo”.

En medio de la conversación suena insistentemente su móvil. Lo saca y muestra a todos la pantalla que dice: “Sacar la basura”. Es su alarma de oficios del hogar. Dice: “Pues nada, hoy no se sacan las bolsas en mi casa”.  Reímos todos. Un compañero le suelta la pregunta: “¿Dónde te ves dentro de quince años?” y ella responde: “En el  cirujano plástico estirando todo lo que haya que estirar (carcajadas). Ahora en serio, como han cambiado tanto los planes, es mejor no organizarse tanto. Es mejor dejar que la vida te sorprenda un poco ¿no?”.

 

Así entre risas se acabó el conversatorio y con ella diciéndonos: “¡Gracias por esta sobaíta en el alma! ¡Qué bonito estar con ustedes y hablar de todo un poco! Eso ayuda y reconforta”.

 

COORDENADAS
Si pinchas aquí puedes ver el detrás de cámaras de su gira en Europa. (Canal oficial de Youtube).
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