Briamel González Zambrano
La vida pandémica nos quitó muchas cosas. Lo primero y más imporante es que acabó con muchas vidas alrededor del mundo. Si llevamos los efectos del Covid-19 a la vida cotidiana nos da como resultado obvio el uso de las mascarillas, pero también la falta de abrazos, de reuniones, de sonrisas, el elíxir de estar con los afectos. Ya van a cumplirse dos años de esta situación. Para quienes somos especialmente amigueros no nos es suficiente el zoom, la cámara del móvil y los mensajes de voz. Aunque yo pensé que esos artilugios tecnológicos eran un buen sucedáneo, ya he pasado demasiado tiempo queriendo a través de las pantallas.
No sé si será eso que los especialistas llaman «fatiga pandémica», pero me he dado cuenta recién de que es una necesidad física estar y hablar con amigos. Más allá del «me apetece», es algo necesario, útil y sanísimo. Sé que no estoy descubriendo América, lo que pasa es que palparlo es muy intenso. Este mes he vuelto a y abrazar a amigas. He llorado con algunas en vivo y directo, en plena calle o en el sofá de su casa por algún infortunio . Hemos recordado juntas nuestro recorrido vital. Con otras he reído a través de una llamada de whatsapp para hablar de la situación del país, de los padres, de los maridos, de los hijos y de los trabajos.
Vino además un amigo de la infancia. Estudiamos juntos en el colegio, bailamos juntos en el teatro muchas veces (era mi pareja oficial en todos los actos culturales) y en nuestra vida adulta nos hemos visto en nuestra natal Puerto Ordaz, en Santiago de Chile (donde él vive con su familia) y este fin de semana en Madrid.Pudo conocer a mi hijo y le quiso contar cosas de su madre, jaja. Yo volví a ver a los suyos que ya están grandísimos.Estos encuentros de amigos de la niñez son siempre gasolina para mi alma y me dejan repleta de recuerdos. «¡Qué nostálgica!» dirán algunos. La verdad es que cuando los panas son familia, el saborcito de encontrarse es una maravilla.
La gente buena con la que uno creció y que ahora está desperdigada por el mundo suele reafirmanos de dónde venimos, cómo hemos sido de pequeños y cómo hemos evolucionado. Asombra la seguridad con la que cuentan tus propias anécdotas. Como sabe él que me importaba la ortografía, la historia o el arte y cómo sé yo que a él lo que le encantaba era estar reparando una moto, un coche y usar las herramientas. La alegría de verse en persona, de escuchar el acento de mi ciudad y de recordar hasta el fotoestudio donde nos sacábamos las fotografías tipo carnet para la inscripción del colegio.
El bálsamo de los amigos es universal. Sin embargo, los migrantes tenemos a nuestros afectos en un mapa mundi raído y vernos nos innuda el alma de chispas de afecto. Por más momentos así para la gente.
